“Somos el primer país con una legislación global contra el cambio climático y el uso de las energías renovables”. Así de tajante y orgullosa cerraba hace unos días la ministra de Ecología francesa, Ségolène Royal, la sesión de la Asamblea Nacional que aprobaba la Ley de Transición Energética. Con el apoyo de los ecologistas, el Gobierno de François Hollande se ha equipado de una ambiciosa normativa para cambiar el modelo energético promoviendo las energías renovables, el transporte limpio y la edificación sostenible.
La ley ha obtenido 308 votos a favor y 217 en contra. El principal partido de la oposición, la derechista UMP (Unión por un Movimiento Popular) ha rechazado la norma por considerar que será necesario cerrar 24 reactores nucleares en diez años. El diputado socialista Christophe Bouillon aseguraba que esta no es una “ley antinuclear”. Con ella, el Gobierno francés pretende reducir en un 40% las emisiones de gas de efecto invernadero de aquí a 2030 y dividirlas por cuatro en 2050, que las energías renovables generen el 32% del total del consumo a finales de 2030 y dividir por dos el consumo de la energía final en 2050. En el país más nuclearizado del mundo en proporción al número de habitantes, la potencia actual de la energía nuclear queda congelada y no deberá suponer más del 50% de la producción de electricidad en 2025.
Con este importante paso adelante Francia, que limita de paso su potente energía nuclear, busca reducir su factura energética y ponerse a la cabeza de Europa en reducción de gases de efecto invernadero y el uso de energías renovables. El Gobierno, que presentó su proyecto en julio pasado, confía en que la nueva ley genere un nuevo mercado tecnológico con más empleo y mayor competitividad. Desde el punto de vista del medio ambiente, los objetivos son ambiciosos, sobre todo en lo que hace referencia la disminución de las emisiones de CO2 y del uso de combustibles fósiles, pero, sobre todo, la bondad de la nueva ley reside en que fija criterios a largo plazo, para que los inversores puedan actuar en consecuencia.
El Gobierno de Hollande quiere llegar a la próxima Cumbre del Clima, a celebrar en París en diciembre próximo, como el alumno más aventajado. Aunque el presidente de la República se ha mostrado pesimista sobre las posibilidades de alcanzar un acuerdo global en dicha cumbre, apuesta firmemente por esta revolución energética.
El plan de acción es importante y cuenta con un presupuesto de 10.000 millones en tres años. Cada año se renovarán 500.000 edificios. En una enmienda de última hora, todas las viviendas francesas deberán renovarse antes de 2030 para consumir menos energía. Se ha establecido un techo de consumo por metro cuadrado y año. Se simplificarán los papeleos para las licencias de obras. Toda nueva obra deberá tener en cuenta las normas medioambientales y los inmuebles públicos serán de energía positiva, es decir, que generarán más de lo que gastan.
Las administraciones públicas darán ejemplo con la elección de sus flotas de vehículos, pero también los taxis y las empresas de alquiler de vehículos deberán disponer de un 10% de coches limpios en 2020. Se instalarán siete millones de puntos de recarga eléctrica en todo el país. Los privados tendrán importantes ayudas para cambiar un diésel por uno limpio. Se prohíben las bolsas de plástico de un solo uso y los supermercados no podrán tirar a la basura los alimentos no vendidos. Esta última norma es la enmienda más reciente incorporada a la ley en su trámite parlamentario.
Los franceses han planteado los objetivos, y ahora los agentes sabrán cómo actuar y dónde invertir. Esto es más de lo que se puede decir de España, donde en materia de planificación y estrategia a largo plazo, el mercado deja mucho que desear. España, para nuestra desgracia, sigue necesitando una estrategia energética a largo plazo. Y también que no sean gobernantes corruptos los que decidan nuestro futuro energético.
Fuente: El periódico de la energía